Frankincense escribió
Carbonell sostenía en su mano la copa con el Ximénez Espinola, sentado frente a mi en el bar del Ateneo de Barcelona, antiguo palacio Savassona, en la calle Canuda. Con gesto elegante, casi aristocrático, se centró el nudo de su pajarita y su parche del ojo izquierdo. Después paladeó ostentosamente el exquisito caldo, y tras aquilatar su retrogusto afrutado con un ligero chasquido, contestó a mis preguntas:
- Querido Francisco, hoy en día hablar de jabones de afeitar es hablar de ácido esteárico. Nada más que eso.
- Pero en su época no lo empleaban - recordé a Carbonell.
- Cierto. No era necesario. Con el sebo era suficiente. Tiene la proporción perfecta de ácido esteárico y palmítico para dar cuerpo, y aunque poco, el suficiente ácido mirístico para espumar. El resto es ácido oleico, que garantiza el mismo nivel de hidratación y emoliencia que dan los jabones de Marsella o Castilla, de oliva. Los jabones excesivamente esteáricos no son emolientes, no ablandan bien el pelo, lo cual es requisito básico para un buen afeitado.
- Algunos piensan que los de sebo son los mejores - apunté.
- Son lo mejores para algunos jaboneros. El sebo da jabones duros, fáciles de prensar, espumas emolientes que se levantan solas, casi sin añadir el aceite de coco, modulable con facilidad el agua que admite. En definitiva, es la mejor materia prima para obtener jabones estructurados, redondos, equilibrados. Como la uva tempranillo lo es para los mejores vinos. Aunque todo es discutible. Usted lo sabe bien por ese foro de caballeros del que me habla, donde difícilmente alcanzará. consensos generales, ya que entre un sujeto leptodérmico y otro paquidérmico, a la piel me refiero en concreto con estos términos, median docenas de clases de cutículas, epidermis, dermis, metabolismos y edades, y además, Quot homines, tot sententiae.
- Pero ya conoce los gustos actuales, las espumas preferidas parece que son las esteáricas. ¿ Usted cree que yo podría hacer un jabón de afeitar con una base de sebo, digamos al 80 %, que fuera aceptable?.
- Seguro. Si encuentras un buen sebo. La composición de la grasa vacuna depende de lo que come el animal y de su régimen de crianza. Hoy en día no son como los de antes.
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Caballeros, amigos, ¿ No pensarían que les había abandonado, verdad ?. Todavía no... 😃
Aquí les presento mi último jabón. Bueno, más de Carbonell que mío. Yo no sabría hacer algo así. :blush:

En realidad son cuatro distintos, por sus perfumes diferentes , que comparten una misma base de sebo, con pequeñas variaciones. Cuando digo base de sebo, estrictamente es así, más del 70 % de las grasas son sebo de vaca.

Los perfumes son de sándalo para el Santalum, herbal balsámico para el Artemis, uno algo cítrico, y otro gratamente floral para el Anthós. Perfumados con aceites esenciales los cuatro, excepto el último que también lleva una buena parte de sintético, y por ende exhibe el aroma más potente.
Habrán observado que estos jaboncillos no van enlatados. Se han fabricado en molde cilíndrico, y elevando la proporción de sodio, he aportado la dureza suficiente para obtener estos pucks o pastillas, fácilmente cortables, y lo suficientemente duras para permitir su manejo sin deformarse. Una curación durante un mes ha propiciado la pérdida de agua y el asentamiento del perfume.
Su peso es de unos 85 gramos, que da casi para unos 100 afeitados. Su diámetro no es baladí, unos 70 mm. Eso hace que encajen en las cunas internas de las tapas de las prestigiosas jaboneras del Tabac y el Mitchell’s Wool Fat, que para eso están (evitando que se ablande el jabón con la humedad del fondo).

Nada más lejos que imitarlos, ni superarlos, ni al Tabac ni al MWF. Pero respecto a estos jabones emblemáticos, puedo anotar aquí, que como estos últimos míos, estrictamente tampoco son de triple prensado, como a veces se dijo. Son sólo extruidos. Eso hace que su dureza diste mucho de los triple prensados de palma o sebo, que llevan un paso previo de desecación, peletización y amasado (amasadora de tres cilindros = tripled milled), antes de la extrusión en forma de cilindro. Como consecuencia, están más expuestos a moushing y a cracking, como defectos. Además, entre ambos jabones, a su vez, la proporción de sebo es muy dispar (mucho mayor en el MWF). Me consta que el inglés está recibiendo muchas críticas últimamente, posiblemente debido a lotes mal procesados, o procesados con sebos defectuosos. Sin el apoyo del esteárico, un jabón con base excesiva de sebo, como es el caso, es delicado. El Tabac es mayoritariamente ácido esteárico y carece de estos problemas.
¿No les estaré aburriendo verdad?. Les comprendo, últimamente a mi me pasa igual.
Por eso mismo, estos serán mis últimos jabones. Hace sólo dos años que vine a este foro, y sin embargo me parece una eternidad. Tan intenso ha sido mi aprendizaje aquí, y tantos los amigos hechos. Las eternidades son buenas, porque uno dilata su visión del mundo, pero cuando se carece de tiempo, las eternidades cíclicas no son sostenibles. Y además cansan. Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras, y los míos.
No insistiré en cansarles tampoco a ustedes con halagos por la confianza con que me han tratado y por el cariño que he recibido aquí. Y en franca y simétrica reciprocidad, les ruego se abstengan de hacer lo mismo respecto a mi. Sería alargar tediosamente el hilo.
En los últimos meses he considerado oportuno dejarles tranquilos, consciente de que no puedo aportar mucho más respecto a la fabricación casera de jabones, y habida cuenta de que ya son muchos los amigos que han mostrado sus habilidades y conocimientos prácticos en ese ámbito, mi misión, si alguna vez la hubo, ya está cumplida.
Sin embargo, dado que a lo largo de mis hilos les he relatado algunas de las aventuras de D. Francisco Carbonell, quizás ha llegado el momento de despedirnos también de él, y él de ustedes, con una última historia, que es en realidad el principio de su historia, y el final de la mía. Saben que no hago jabones para afeitar, sino para contar historias. Como quiera que no hay historias eternas - ¿ ó quizás si las hay ?- ha llegado el momento de encontrar un final.
Huelga decir que todo lo que viene será ficción. - ¿O quizás no todo ? -. Decía Picasso que la única misión del artista consiste en convencer al público de la verdad de su mentira. En el ámbito de la literatura, la suspensión de la incredulidad del lector sólo se logra cuando el autor de la ceremonia de la confusión, logra confundirse también él mismo, y aún formar parte de la trama, cuando la narración es en primera persona, dando datos exactos, imágenes reales y cifras certeras, configurando así un relato que no deje espacio para atisbar el ejercicio de fantasía.
Espero que así sea, y que esta última historia les distraiga, les confunda, y les transporte, tanto como a mi. Gracias por su tiempo.
Y hasta siempre.
Abril de 2010.
Podríamos convenir, por poner un principio a esta historia, en que conocí a Carbonell hace diez años. Pero sería un mero trámite, una acotación inexacta, declarar tal cosa, buscando una referencia temporal en una dimensión que siempre creímos lineal: el tiempo.
Pero si, convengamos en que conocí a Carbonell en la librería Canuda, hace diez años.
La librería Canuda, ya desaparecida, era la más grande de libros de viejo de Europa. Más de 600 metros cuadrados y algunos kilómetros inacabables de estantes de libros antiguos. Yo creo que Carlos Ruiz Zafón se inspiró realmente en ella, al imaginar su cementerio de los libros olvidados. El olor del libro viejo es tan definido, que todavía se utiliza en la perfumería old-school para definir un acorde de cuero almizclado, atalcado y húmedo. Echo de menos el olor de libros antiguos de la librería Canuda.

Me dirigí al dependiente de la librería-Museo:
- Perdone, ¿libros de jabonería tienen?.
El señor levantó la cabeza, enfrascado como estaba clasificando unos volúmenes, y tras una breve mirada de cortesía, por encima de sus gafas, me señaló un corredor larguísimo:
- Si, creo que tengo alguna cosa moderna al fondo a la izquierda, en las estanterías de medicina, ingeniería y ciencia.
Cuando en Canuda te decían “cosa moderna”, es que aquella cosa tenía menos de un siglo. En efecto, al fondo, setenta metros al fondo del local, allí dormían el sueño de los olvidados, el Tratado de jabonería de Deite-Schrauch de 1923 y el Manual moderno de fabricación de jabones de Ricardo Ferrer, edición de 1943, que ese día pasaron a mi biblioteca.
Carbonell se dirigió a mi, desde mi espalda, mientras yo pagaba en la caja:
- Perdone caballero, no he podido evitar escuchar su pregunta. Si, tal como observo, le interesan los libros de jabonería, yo tengo algunos en mi colección. No me importaría desprenderme de un par que tengo repetidos, a un precio razonable. Puede acompañarme aquí al lado, le invito a un vino en el bar del Ateneo. En su biblioteca además, le puedo enseñar algún ejemplar único sobre jabones. Soy Francisco Carbonell, farmacéutico retirado, a su servicio.
Estaré encantado, señor Carbonell.
Exactamente así, fue que vencido por la magia del momento y el encanto de Carbonell, inicié aquella amistad.
Julio de 2016.
Durante los primeros años nos vimos con cierta frecuencia, un par de veces al mes, en el Ateneo Barcelonés. Nuestras conversaciones eran de temas variados, no necesariamente en este orden: la historia, la literatura, la música, la medicina, la farmacia, la botánica, el cine, el teatro, la ópera, la arquitectura, la agricultura, la ingeniería, la física, las matemáticas, la economía, la política, la guerra, el vino y las mujeres. Y también los jabones. De fútbol, no. No eran tanto conversaciones, como en ocasiones conferencias completas, disertaciones extensas, y muchos soliloquios preciosos, que a menudo acababan con una visita a la gran biblioteca, para ojear libros antiguos que reflejaban visiones exóticas o singulares del tema del día. Yo me limitaba a escuchar y a aprender.

Siempre me pareció anacrónico todo en mi maestro. No sólo su manera de vestir, sus largas patillas canosas, las camisas almidonadas, adornado su cuello con pajarita, con un Fedora gris su cabeza, reloj de bolsillo anclado con albertina al ojal de su chaleco, y su parche de cuero marrón en el ojo izquierdo.También su manera de hablar, de gesticular, sus modales en definitiva.
Pero no sería después de muchos años, cuando atando cabos, y prestando atención a algunos deslices inquietantes que Carbonell había cometido durante sus charlas, que descubrí la dimensión sobrenatural de mi maestro. Fue asombro, estupor, en ningún momento terror, pánico ni miedo, lo que sentí aquél día. Pero si no hubiera mediado el grado de aprecio y cariño que profesaba por aquel hombre, ciertamente otro en mi lugar hubiera huido despavorido.
Aquella tarde de verano el sol iluminaba plenamente la fachada de la Academia de Ciencias y Artes de Barcelona, situada al principio de las Ramblas, obra de Domenech i Estapà de 1886. Edificio ahora anodino, pero antes muy conocido, pues el reloj de su fachada cumplía la misión de dar la hora oficial a la ciudad condal, y ante él se paraban los caballeros para ajustar sus relojes de bolsillo y de cuerda.

Yo llevaba aquél día un Seiko de cuarzo, que hacía prosaicamente innecesaria tal operación, mas no obstante, me gustaba aquel ritual. Entonces lo vi. Siempre había estado y está aún ahí, pero nunca antes me fijé. Al detener mi vista en el medallón de la ventana superior izquierda, me percaté de que la efigie que encerraba era la mismísima cara de Carbonell, algo más joven, pero sin duda con sus mismas facciones.

Así pude averiguar, aquella misma tarde, antes de que llegase puntual a su cita mi maestro, indagando en las Enciclopedias de la Biblioteca del Ateneo, que aquel busto o relieve en la fachada de la Academia de Ciencias, pertenecía a Francisco Carbonell Bravo, médico, químico y farmacéutico, nacido hacía más de doscientos años. El mismo Carbonell con quien había aprendido tantas cosas.
Carbonell entró al jardín de estilo colonial del Ateneo, donde estaban dispuestas algunas mesas del bar, junto a la fuente y el estanque repleto de carpas, que nadaban elegantes y sigilosas bajo la sombras de los juncos y de las altas palmeras australianas. Tomó asiento frente a mi, a la mesa, y advirtió nítidamente en mi mirada, y quizás también en el rictus de mi sonrisa fingida, la evidencia de mi reciente descubrimiento. Sonrió y dijo:
- Supongo que querrás saber cómo es posible.
Asentí con la cabeza. Sin decir nada.
Carbonell me recitó, otra vez, pues fue el primero que escuché de él, aquel poema de Borges, la Noche Cíclica, mientras esperaba la copa de brandy que había pedido al camarero:
Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.
En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.
Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa).
No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo
que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.
Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras…»
Y después me explicó cómo lo hizo.
2 de noviembre de 2020, 03:15 am.
Nadie había accedido a la cripta subterránea de la Ermita de Sant Cebrià desde hacía doscientos años, y aunque para mi era la primera vez, presentía que habrían más veces, que hubieron más veces, y que aquel lugar siempre estaría igual y exactamente allí, como había estado en los últimos mil años, y lo estaría en los mil siguientes.

La cripta era una cámara húmeda y oscura, tan sólo ocupada por una estantería de madera carcomida, al fondo, rellenada con la masa informe y gris de lo que alguna vez fueron libros, ahora fundidos en un amasijo de pasta amorfa. Y el resonador cuántico, fabricado hacía más de dos siglos, en 2217, y sin embargo, al mismo tiempo, aún por fabricar. En el centro de la cámara, roída y mohosa, yacía abandonada una suerte de tela, que quizás alguna vez hubiera sido una sábana de algodón o tejido similar.
La irradiación protónica, en el ciclotrón del IRAB, horas antes de aquella misma noche de difuntos, y la inyección previa de astatinio-211, había dejado mi cuerpo muy debilitado. Pudimos acceder aprovechando que era día festivo, y que Carbonell disponía de las llaves, tenía tarjeta de acceso y era conocido por el guardia de seguridad, por ser accionista y consultor técnico del Laboratorio, ubicado en los sótanos del parque de investigación biomédica, no lejos de la Barceloneta.
Carbonell me había guiado y atendido en todo momento, y ahora, por fin, unas horas más tarde, me ayudaba a bajar los últimos peldaños de la escalera de piedra mohosa de la cripta:
- ¿ Dolerá ? - pregunté inquieto a Carbonell.
- Al contrario. No sentirás nada.
Fui rescatado, en medio del bosque, hambriento, desnudo y con algunas quemaduras leves, por el guardabosques del Marqués de Lupià, del Poal i Alfarrás, Don Antonio Desvalls, aristócrata ilustrado, que me trató como un amigo, y apreció en mí conocimientos inauditos, quedando así a su servicio desde 1798 a 1805, como ayudante de su gabinete científico, y después como su secretario personal.
Al poco tiempo, en 1802, el mismo año en que recibimos a la familia de Carlos IV en la Quinta del Laberinto, el Marqués, el maestro de Obras Valls y yo mismo, procedimos a la reforma de la Ermita de Sant Cebrià, que anunciaba pronta ruina. Aunque había sido atendida durante siglos por los frailes del Monasterio de la Vall de Hebrón, en los bosques meridionales de Collserola, cerca del pueblo de Horta, ahora la ermita estaba en terrenos propiedad del Marqués, y él sentía especial interés por ese pequeño monumento románico, ya que según la tradición, fue visitado en el siglo XII por San Francisco de Asís, cuando éste desembarcó en Barcelona, para realizar su peregrinación a Santiago. Y mucho después también durmió allí San Ignacio de Loyola. Aún hoy una placa en su fachada lo recuerda.
En los arreglos de la cimentación, les llevé expresamente al descubrimiento de la cripta oculta que ocupaba toda su planta, pero guardamos celosamente el secreto de su existencia y su acceso, escondido ahora bajo el altar corredero, para lo cual tuvimos que cambiar su orientación, y tapiar la puerta original. Destinamos la cripta a los menesteres de ocultación que pudieran advenir, en primer lugar, para albergar la colección de libros del Marqués, prohibidos por la Inquisición, que ya contaba por docenas. Escondite perfecto, pues quién iba a pensar que una Ermita tan venerada, humilde y recóndita, ocultaba en sus mismas entrañas, obras terribles contra la ortodoxia Católica. En segundo lugar, sirvió después para albergar el resonador cuántico traído desde otras coordenadas del tiempo, aprovechando la presencia de materia exótica en ese lugar, y su cruce con una cuerda cósmica.
El 8 de junio de 1805, el Catedrático de química de la Escuela de la Junta de Comercio, ubicada en la Lonja, Francisco Carbonell y Bravo, realizaba una clase práctica para demostrar la síntesis del agua a partir del hidrógeno, y el cumplimiento de la Ley química de las proporciones definidas, que había aprendido a demostrar en Madrid, el año anterior, de la mano del prestigioso químico Louis Proust. Desgraciadamente, el enorme globo de vidrio que contenía el gas hidrógeno, explotó por accidente. Uno de los operarios de laboratorio murió desangrado en el acto, y muchos alumnos resultaron heridos. Carbonell fue trasladado aún con vida, pero muy grave, al Hospital de la Santa Creu. Su cara estaba ensangrentada y llena de heridas, y había perdido el ojo izquierdo.
A las pocas horas, yo ascendía por las escaleras del pabellón de hombres del Hospital, cuya barandilla gótica de piedra principia con la estatua de San Roque, protector de las epidemias.

Me dirigí a la monja portera:
- Necesito ver a Don Francisco Carbonell, vengo de parte del Marqués de Llupià.
- Está muy grave, no le escuchará, ya ha recibido los santos óleos y ahora espera la paz del Señor.
- Sólo será un momento. Quiero despedirme. Era muy amigo mío - repliqué insistiendo.
- Pase, pero no le moleste, y no se demore.
La inyección de astatinio-211, sodio-24, morfina y tetrodotoxina, en la vena antero-cubital, la realicé con tanta delicadeza, sigilo y rapidez como pude. El traslado del cadáver no fue complicado. Aunque Carbonell aun no estaba muerto, la toxina que debilitó su pulso y la respiración, así lo hizo creer al médico de guardia, que firmó su defunción.
Al cabo de dos horas, ya en la Ermita de Sant Cebrià, el monje eremita y yo bajamos el cuerpo de Carbonell, todavía caliente, a la cripta. Tras el leve silbido del resonador y un fugaz resplandor, sólo quedaron en el suelo húmedo de la cripta, el fardo de vendas y la sábana, que a modo de sudario, había envuelto el cuerpo del catedrático.
Afuera, en los arrabales del norte, en una esquina remota de aquel bosque, el silencio de la noche era roto por el canto agudo de un grillo solitario, y la luz de la luna creciente iluminaba la ermita y su tapia celeste, la higuera sombría y una vereda rota.

